Hotel
El hospital en el que trabajo se ubica en una zona prominente del municipio de San Pedro, pero quienes conviven dentro de él pertenecen a diferentes otros contextos y ofrecen servicios en muchas áreas de expertís de los cuales soy ignorante y, en cierta medida, indiferente. Si uno entrara por primera vez pensaría que el edificio tiene más parecido con un hotel a ese lugar que apesta a nitrilo y limpiador de pisos. Al entrar por la puerta giratoria me saluda la recepcionista del edificio, quien su función es dar direcciones a otros escritorios y secretarios para que no se pierdan en la masiva explanada techada que es el primer piso del hospital; no le he preguntado su nombre aún. La luz y los colores cálidos contrastan con el color de mi bata y pitufos de mis compañeros, pero armonizan con la ropa casual y las conversaciones entre pacientes y familiares: Como si el edificio entero me preguntara “¿Por qué estás vestido así?” – Porque no tengo otros pantalones limpios y la bata se me ve bien.
Me dirijo a uno de los corredores para recibir a uno de los 8 elevadores que operan en la planta baja, aun así, tarda varios minutos en que uno nos recoja a mí y a mis compañeros. No es hasta llegar a las oficinas del octavo piso del hospital que su velo cálido y somnífero se destapa para revelar el rostro claustrofóbico de una clínica gringa. Cada piso de la torre central contiene diferentes institutos u oficinas densamente acomodadas; el instituto de neurociencias cognitivas (INCC) es una oficina pequeña comparada al instituto de dolor neuropático, que al de neuroimagen.
Las oficinas del INCC permanecen cerradas por la noche y se abren media hora después de mi llegada, por lo que nos sentamos en la sala de espera a calumniar a los supervisores de nuestras clínicas pasadas. Se me advierte a no participar en la sesión de prensa amarillista: “SUPERVISORA ENCUERA Y MATA A INOCENTE PRACTICANTE DEL TEC: HOSPITAL SE LAVA LAS MANOS”. Pero normalmente no tengo deseo de participar en el chisme, ni en ninguna de sus pláticas. Si el tema se me es muy mundano, me causa apatía. Si el tema se me es extraño, me intimida. Aun así, me da placer prestar atención; no porque me interese lo grosera que es la supervisora del Hospital Universitario, sino que normalmente la novela describe mejor al autor que al personaje principal. Puede que el placer se deba a la curiosidad morbosa que tenemos todos los psicólogos de estudiar a cada persona que se nos cruza por el camino sin excepción (no podemos evitarlo, eres demasiado sexy para no diagnosticarte persona promedio), pero en realidad estoy evaluando qué tan conveniente es integrarme a la plática.
NO ES CONVENIENTE. ESTÁN HABLANDO EN OTRO CÓDIGO POSTAL.
He hecho intentos pasados para explicar mi resistencia a participar en cualquier plática con mis compañeras de generación, con el objetivo de evitar ser percibido como un planeta orbitando, pero no interactuando. La primera explicación que ofrecí es que simplemente no entro en el "girly culture de la generacón, o que simplemente está muy sesgada a lo femenino para yo poder integrarme de manera natural. Abandoné esta explicación porque me comenzó a manchar de misógino encubierto. La siguiente explicación que formulé (y la más sencilla de dar) es que soy mamón y desde que comía Gerber odio a las mujeres. Probablemente me integraría a la plática si hablaran de algo más universal: ¿Qué gracia divina te hará levantarte a las 7am todos los días de tu vida, compañera?. Mañana te preguntaré eso ¡ya verás!
Pasan veinte minutos. Llega mi supervisor a abrir la oficina. Hombre de rostro y un cuerpo afable que te implora de rodillas que te sientes al lado de él en silencio. Al entrar realiza ejercicios de estiramiento como si se preparara a cargar mancuernas; él ocupa su espacio como le plazca y si no te parece te puedes ir a trabajar a otro lugar. Al terminar sus ejercicios guarda su mochila en su consultorio y anuncia su muy pronta despedida. Él pasa poco tiempo en la oficina, pero en esos momentos su presencia se siente natural junto con los otros colaboradores de la oficina. Entre los recesos me tira preguntas que yo y mis compañeras no podemos responder. Cuando él está en la sala, soy un estudiante más en el templo que escucha los sermones crípticos del sacerdote.
Al frente del escritorio común donde nos apretamos para trabajar discute una residente de psiquiatría con una doctora; hablan de un cuadro típico de ansiedad. Escucharlos es como ver un capítulo de un drama médico a la Dr. House: no conoces la mayoría de los términos en el guion, pero aun así entiendes la discusión lo suficiente para querer involucrarte. Escuchar la discusión me da un falso sentimiento de confianza que lo que sea que salga de mi boca aportará tremendo valor a la conversación. “Gracias por tu aportación licenciado ¿Qué haríamos sin su conocimiento rudimentario sobre psicofármacos y síntomas orgánicos en un cuadro típico de ansiedad?”. Siento que existe un sentimiento de desconexión entre quienes estamos en el área de la salud pero que no optamos por dedicar 10 años de nuestra vida a estudiar flema ni el resto a vivir rodeados de sangre. Después de dedicar un año y medio de mi vida a estudiar fisiología médica, por qué los doctores no pueden dedicar lo mismo a entender psicopatología.
¿Por qué tengo que dar ese primer paso? ¿Por qué tengo que extenderme a aprender su idioma, mientras ellos no pueden hacer lo mismo por mí? Aunque estoy sentado en el mismo escritorio que ellos, aunque entiendo de qué están hablando, siento una marcada desconexión entre perspectivas profesionales. Los médicos terminan de conversar, la doctora se retira de la oficina y la residente continúa leyendo su libro de texto.
El día se vuelve lento, las cuatro horas se van entre dos tazas de té y artículos de revisión. Al levantarme me despido de todos los extraños con los que comparto el espacio y de los pacientes que buscan sus servicios. Recorremos la misma ruta por la que llegamos y uno a uno nos despedimos. Al subirme al transporte me doy cuenta de que olvidé mi paraguas, cosa que ya me había pasado un par de días atrás, pero confío que me lo guardarán en el mismo lugar donde lo dejé.